Artículo de Ángeles Espinosa publicado en El País el 24 de febrero de 2012.
Anisa al Shahbi. |
Miren a la mujer de la fotografía. Ahora
prepárense para romper estereotipos. Bajo ese velo negro que apenas deja ver
los ojos, hay una doctoranda en Filosofía que aspira a dedicarse a la política
y llegar a ser diputada. Se llamaAnisa al Shahbi. Tiene 30 años. Y no, no es
islamista. Al contrario, Anisa teme el avance de los islamistas en su país, Yemen,
y denuncia que durante el año pasado han ganado mucho poder en la universidad
de la mano de las protestas para echar al ya expresidente Saleh.
“Han empezado a aparecer carteles en la
biblioteca que nos recuerdan que chicas y chicos no debemos sentarnos juntos”,
se queja. Pero lo que más le molesta es la aparición de vigilantes. Hace
un mes en la Facultad de Ciencias de la Información, varios estudiantes que
Anisa identifica como islahis agredieron con palos y piedras a un
chico y una chica que estaban juntos “porque no eran familia”. Teme que se
generalice esa forma de actuar.
Los islahis son los militantes del
Islah, la versión yemení de los Hermanos Musulmanes y hasta ahora el principal
partido de oposición. También el más organizado. Desde el inicio de las
protestas, sus disciplinados militantes, entre los que se incluye la Nobel Tawakul
Kerman, han destacado en la gestión de los servicios en la plaza del Cambio. En
los momentos de mayor tensión, fueron ellos quienes se ocuparon de los
controles de acceso a la plaza o de mantener la seguridad de las
manifestaciones. Ahora, han traslado ese celo al campus.
“Desde que se reanudaron las clases en noviembre,
han sustituido a los guardias de la universidad, nos revisan los bolsos y
cuestionan la forma como nos cubrimos”, protesta. No me opongo a que haya un
servicio de seguridad a la entrada del campus, pero tienen que ser
funcionarios, no personas de un determinado partido”, subraya. Los improvisados
agentes de la moral ni siquiera llevan una identificación con sus nombres, tan
sólo un número.
Resulta difícil imaginar qué más pueden querer
que se cubra Anisa. “No hay una norma, pero nos presionan para que nos tapemos
la cara”, señala. El velo es sólo la punta del iceberg. “Esos vigilantes
reprimen la circulación de ideas, el contenido de los programas o lo que
enseñan los profesores, sobre todo en la Facultad de Educación donde el Islah
es más fuerte”, denuncia. En su opinión, la universidad tendría que
estar abierta a todos, sin que importe el partido, la rama del islam o incluso
la religión.
Anisa se muestra preocupada por lo que
considera un paso atrás en el camino hacia una mayor igualdad que ella asegura
haber vivido cuando entró en la universidad hace una década. “La libertad de la
mujer tiene que empezar en la universidad y si aquí se violan nuestros derechos
¿qué va a pasar en la calle?”, se pregunta. Lo peor con todo es la falta de
sensibilidad de la sociedad ante esta situación. Según ella, solo en las
familias más abiertas se inquietan por lo que sucede, “la mayoría ni siquiera
ve el problema”. Y los estudiantes tienen miedo a meterse con sus compañeros
del Islah.
“Hablé con la ministra de Derechos
Humanos y logré que suspendieran los cacheos a las chicas,
aunque siguen registrando a los chicos. También me he quejado al ministro del
Interior y al Consejo de Ministros, pero se lavan las manos con el pretexto del
inminente cambio de Gobierno tras las elecciones”, enumera mientras muestra
copias de sus escritos. Anisa reconoce que le gustaría poder viajar sola sin
necesidad de permiso del padre o marido, elegir al hombre con el que casarse e
incluso vestirse de otra forma. “Quizá no me quitaría la abaya [sayón
negro], al menos no aquí en Yemen, pero sí que mostraría la cara”, confía
mientras saca de la cartera una fotografía de estudio en la que muestra una
figura voluptuosa a lo Elizabeth Taylor. La chica es un bellezón.
¿Quién le impide enseñar la cara a
una mujer adulta, universitaria y con un espíritu independiente como el suyo?
En Saná, como en Aden o en Taiz, cada vez más mujeres, sobre todo entre las
jóvenes, han hecho como Tawakul y ahora muestran su rostro.
“Lo haría si no fuera por mi madre. Hace dos
años tome la decisión, pero cuando se lo comuniqué, se llevó un disgusto y
decidí esperar”, explica sin rencor. Comprende las connotaciones familiares y
sociales que su proceder llevaría consigo. Alguna de sus hermanas podría perder
una propuesta de matrimonio o su padre algún cliente especialmente piadoso. En
Yemen, lo que uno hace afecta a la reputación de toda la familia.
“Hay muchas chicas que opinan como yo, pero no
se atreven a dar un paso adelante”, afirma. Ella sin embargo no se resigna. Dice
que cuando acabe su doctorado quiere dedicarse a la política para llegar un día
a ser diputada y trabajar para que las mujeres tenga más educación,
más derechos y acceso al control de la natalidad, un factor que considera clave
de los problemas de las yemeníes.
Su rebeldía no es fruto de la perversa influencia
occidental. Apenas chapurrea inglés, no trabaja para ninguna ONG, ni le ha
lavado el cerebro ninguna organización feminista. “Vengo de una familia muy
conservadora de la Ciudad Vieja de Saná”, relata, “pero cuando a los seis años
me pusieron por primera vez el niqab [el velo que cubre la cara], no
paré de llorar en varios días”. Desde entonces ha reclamado más libertad para
vestirse, para pensar y estudiar. “Y ese deseo se ha ampliado con los años”,
concluye.
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